Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

jueves, 14 de julio de 2016

Sueños locos LXXI (El final de los días)



  Yo, viejo, en Nueva York. Así fue mi visión. Desearía poder trasladarme a Buenos Aires, mi ciudad, pero la revelación me encontró allí, canoso, más parecido a Woody Allen que a mí mismo o a mi padre, del cual soy superación, modestia aparte. Caminaba bajo el sol suave de la tarde. Las paredes de ladrillos del viejo vecindario le daban paz a mi andar, a mi vista fija en las escaleras de emergencia, los grifos colorados, los tachos de basura metálicos y acanalados como columnas dóricas. Los negros me saludaban con gran alegría, con gestos ampulosos y sonrisas de marfil. Lo mismo con los judíos, los rusos y los italianos. Todos me respetaban. La vejez me había vuelto sabio y sereno, lejos estaba de la beligerancia juvenil, la xenofobia del desborde hormonal, el nacionalismo necio del chico que nunca salió de su terruño. Era un hombre de mundo, un intelectual consagrado, una celebridad, un "self-made man"; un cosmopolita de apariencia europea, formación cultural occidental, acento rioplatense y fama universal por abordar con pluma magistral los misterios de la condición humana. 

  El final de los días, nada menos. Era "el domingo sin ocaso en el que la humanidad entera entrará en su descanso". Y no, no hubo ocaso. Por lo menos para Nueva York. Otras ciudades tuvieron como luz al mismo Salvador. Yo también vi la llama de Cristo quemando el cielo, un cielo algo apagado pero no dispuesto a marchitarse en su claridad. Dicho de otro modo, el tiempo se congeló: todos los relojes se pararon, la historia había finalizado y, esta vez, era definitivo. Los años del género humano acabarán cuando Dios lo decida, no cuando se le ocurra a un japonés o a un marxista. 

  Cristo, figura sublime de fuego blanco, me paralizó. Mi saco beige me causaba calor. Me lo quité. Me quedé solamente con la camisa blanca y me arremangué. Todavía conservé cierta movilidad y lucidez pese al espectáculo final que me tocaba contemplar. No quiero pecar de milenarista pero siempre pensé que me iba tocar asistir en vida al fin de los tiempos. No sé por qué. Una corazonada. Nunca me imaginé morirme como cualquiera e ir a descansar hasta el Día del Juicio Final. Los que estén vivos en ese momento tal vez se sientan mejor, más despiertos. Porque los que resuciten puede que se sientan un poco confundidos, abombados como los que durmieron una siesta muy larga. 

  Nacer es un milagro. Irse también tiene su halo sagrado, su dejo de divinidad. Pero estar en pie en el día en que han de venir a juzgar a vivos y muertos es algo que no tiene comparación. Yo vi esa tarde a algunos que recién se levantaban de la muerte. Estaban un poco sucios, cubiertos de tierra. No entendían bien qué pasaba pero lo sospechaban. Muchos habían fallecido hacía siglos. No podían creer cómo había cambiado todo. Algunos holandeses pasaron frente a mí y en menos de cinco segundos supieron qué fue de la ciudad que alguna vez había sido de ellos. En el instante último del mundo, habremos de saber todas las cosas, todas las ciencias, todas las respuestas. Seremos partícipes de una parte importante de la sabiduría de Dios. Sabremos por qué vinimos a la vida, qué es el amor, quién nos mintió, quién mató a JFK y qué hubiera pasado si Colón no llegaba a América. 

  Nadie podía correr ni gritar. Solamente se podía caminar muy lentamente. La hora de la sinceridad había llegado. La necesidad de perseguir naderías se extinguió. Wall Street quedó en silencio. En la Argentina, en varias provincias, había partidos de fútbol en desarrollo que Dios permitió que lleguen a su fin. Pero, para que no haya burlas por toda la eternidad, todos los encuentros finalizaron sin goles. El Señor no iba a consentir que alguno dijera "yo hice el último gol en la historia del mundo". De hecho, el día anterior hubo un goleador que destacó ante su público y bueno, quedó como el campeón de todos los siglos. De todas formas, los logros mundanos pasarían a un segundo plano en la morada celeste. Las jerarquías se habían abolido en el mismo instante en que Jesús traspasó la atmósfera con su cuerpo. Una vez con los pies sobre la tierra, el silencio comenzó a esparcirse por todo el planeta. Se sentía algo extraño.

  Yo no vi a Cristo cuando pisó el mundo pero sí observé su vuelo. Sentí algo hermoso, imposible de describir con palabras. A mi alrededor, en una calle estrecha del barrio, los autos se callaron. De la avenida, a pocas cuadras de donde estaba, ya no llegaban los bocinazos. Sí pude oír cómo un avión aterrizó en el Central Park, a pocos kilómetros de distancia. El transporte se detuvo en su totalidad: trenes, subterráneos y barcos se paralizaron. La Tierra había detenido su marcha. Ya no giraba alrededor del sol. Se había quedado quieta. Una señora pasó a mi lado y me sonrió. "Vamos a cenar con alguien muy especial." Yo reí. Unos jóvenes querían registrar el acontecimiento con sus dispositivos pero no podían. Además, ¿para qué habrían de captar el hecho si la historia llegaba a su fin? No iba a haber mañana sino un continuo sin fin. La electricidad no sería necesaria.

  Mi cuerpo, sujeto al sudor y a los vaivenes de la fisiología, empezó a cambiar. Ya se había ido el calor que sentí hace instantes. Tampoco tenía frío. Justo antes de que venga Dios, tenía ganas de orinar. Pero eso ya había pasado. Y, pese a mis canas, siempre me excitaba al ver lindas mujeres por la calle. Pero la carne, el instrumento de pecado, comenzaba una lenta transición hacia un estado mejor. En verdad, no tenía miedo a la condenación. Confiaba, tal vez por la influencia protestante del entorno, en la misericordia del Señor. Pero no, fue mi formación católica la que me dio satisfacción: me sentí muy cerca de la Virgen María.

  Una niña tomaba agua a mi lado. Era mi nieta. De pronto, ya no pudo beber más. No tuvo necesidad. Tampoco se quejaba ya del hambre. Tenía seis años. Me la había cruzado de casualidad. Estaba solita, paseando. Me la iba a llevar a merendar y, de paso, iba a ir al baño a hacer pis. Pero nuestros planes quedaron suspendidos. "Abuelo, puedo volar un poquito". Tea levitaba, estaba a un metro del suelo. Yo le pedí que me llevé con ella. Me dijo que sí, que le iba a pedir a Dios por mí. Yo le di un beso en la cabeza y ella me regaló un pájaro que se había posado en su hombro. Ya no quería desplegar las alas. Toda la creación sintió el influjo divino en el aire. Los perros no ladraban más. Justo en esa calle vivían tres canes que me volvían loco cada vez que pasaba.

  Era el año 2070. Con la llegada de Cristo, el mundo brillaba en todo el mundo. Lejos de las interpretaciones pesimistas que la historia nos transmitió, el fin del mundo es el principio de algo mejor, de algo verdaderamente nuevo bajo el sol. La mayoría de los seres humanos fueron perdonados. Los pecados se habían incrementado de generación en generación pero no tanto por la gente en sí sino por un sistema corrupto que lleva a cada uno a un abismo sin fondo. El dinero, raíz de todos los males, causó guerras, hambrunas, pestes y problemas en las familias: divorcios, suicidios, abortos, drogas, alcohol. A diferencia de Adán y Eva, que tuvieron la posibilidad de no pecar, las últimas generaciones estaban casi obligadas a hacer el mal: trata de personas, tráfico de armas, corrupción en todos los órdenes, violencia generalizada, problemas laborales. Muchos jóvenes eran obligados a mentirle a los clientes con tal de vender. Y otros tantos fueron amenazados de muerte si no mataban por encargo. Es verdad que se puede elegir morir, se puede elegir ser mártir y dar testimonio de la Verdad. Pero los siglos de secularización minaron el buen sentido, la moral y los valores. Por eso digo que sobre el final hubo un perdón muy grande. En verdad, todos merecíamos la privación de la vista de Dios pero la cotidianeidad en las grandes ciudades había hecho mella en nuestros corazones. El diablo, darwinismo social mediante, hizo que nos matáramos los unos a los otros por oro, poder y mujeres. Satanás nos había convertido casi en animales salvajes. Pero el Señor venció de una vez y para siempre. La serpiente murió con la cabeza aplastada bajó el pie de la Virgen. 

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